"Las Raíces del Mal"...
Es evidente que el escritor William Ospina aborda una escala de las
raíces del mal de nuestros pueblos latinoamericanos, especialmente de
la situación de Colombia, como país insigne de la tradicional sumisión a
los poderes coloniales y neocoloniales que pesan sobre su existencia,
historia y devenir.
Recordemos pues un poco de esa clara explicación:
Si hay algo que nadie ignora es que el país está en muy malas manos.
Quienes se dicen representantes de la voluntad nacional son para las
grandes mayorías de la población personas indignas de confianza, meros
negociantes, vividores que no se identifican con el país y que no buscan
su grandeza.
Pero ello no es nuevo. Si algo caracterizó a nuestra
sociedad desde los tiempos de la Independencia, es que
sistemáticamente se frustró aquí la posibilidad de romper con los viejos
esquemas coloniales. Colombia siguió postrada en la veneración de
modelos culturales ilustres, siguió sintiéndose una provincia marginal de
la historia, siguió discriminando a sus indios y a sus negros,
avergonzándose de su complejidad racial, de su geografía, de su
naturaleza. Esto no fue una mera distracción, fue fruto del bloqueo de
quienes nunca estuvieron interesados en que esa labor se realizara.
Desde el comienzo hubo quien supo cuáles eran nuestros deberes si
queríamos construir una patria medianamente justa e impedir que a la
larga Colombia se convirtiera en el increíble nido de injusticias,
atrocidades y cinismos que ha llegado a ser.
No podríamos decir que fue por falta de perspectiva histórica que no
advertimos cuan importante es para una sociedad reconocerse en su
territorio, explorar su naturaleza, tomar conciencia de su composición
social y cultural, y desarrollar un proyecto que, sin confundirlos, agrupe a
sus nacionales en unas tareas comunes, en una empresa histórica
solidaria.
La historia de Colombia es la historia de una prolongada postergación
de la única aventura digna de ser vivida, aquella por la cual los
colombianos tomemos verdaderamente posesión de nuestro territorio,
tomemos conciencia de nuestra naturaleza -una de las más hermosas y
privilegiadas del mundo-, tomemos conciencia de la magnífica
complejidad de nuestra composición étnica y cultural, creemos lazos
firmes que unan a la población en un orgullo común y en un proyecto
común, y nos comprometamos a ser un país, y no un nido de exclusiones
y discordias donde unos cuantos privilegiados, profundamente
avergonzados del país del que derivan su riqueza, predican día y noche
un discurso mezquino de desprecio o de indiferencia por el pueblo al que
nunca supieron honrar ni engrandecer, que siempre les pareció "un país
de cafres", una especie subalterna de barbarie y de fealdad.
La primera traición a ese sueño nacional la obraron los viejos
comerciantes que, preocupados sólo por sus intereses privados, se
impusieron en el gobierno de la joven república para bloquear toda
posibilidad de una economía independiente, y permitieron que el país
siguiera siendo un mero productor de materias primas para la gran
industria mundial y un irrestricto consumidor de manufacturas
extranjeras.
Así como nuestras sociedades coloniales habían provisto a las
metrópolis de la riqueza con la cual construyeron sus ciudades fabulosas
y desarrollaron su revolución industrial, así nuestro acceso a la república
no impidió que siguiéramos siendo los comparsas serviles de esas
economías hegemónicas, y siempre hubo entre nosotros sectores
poderosos interesados en que no dejáramos de serlo.
Ello les rendía beneficios: siempre hubo una aristocracia parroquial
arrogante y simuladora que procuraba vivir como en las metrópolis,
disfrutando el orgullo de ser mejores que el resto, de no parecerse a los
demás, de no identificarse con el necesario pero deplorado país en que
vivían.
Nunca he dejado de preguntarme por qué los que más se lucran
del país son los que más se avergüenzan de él, y recuerdo con profunda
perplejidad el día en que uno de los hijos de un ex presidente de la
república me confesó que la primera canción en español la había oído a
los 20 años.
Allí comprendí en manos de qué clase de gente ha estado por décadas
este país. Aquellos príncipes de aldea con vocación de virreyes sólo
salían a recorrerlo cuando era necesario recurrir a la infecta
muchedumbre para obtener o comprar los votos.
También desde el comienzo, a pesar de que han sido poquísimos los
casos de guerras entre naciones en este continente, se generó una
tradición de privilegios para el estamento militar, porque los gobiernos,
que casi siempre descuidaban la suerte de las muchedumbres humildes,
necesitaban brazo fuerte y pulso firme a la hora de conjurar rebeliones.
Y ello resulta a su modo razonable, porque cuando se construye un
régimen irresponsable y antipopular se hace absolutamente necesaria la
fuerza para mantener a cualquier precio un orden o desorden social que
el pueblo difícilmente defendería como suyo. ¿Quién ignora aquí que las
grandes mayorías de Colombia no tienen nada que agradecerle al
Estado tal como está constituido, y que por ello no están tan dispuestas
como en otros países a entregarle sus jóvenes?
Es triste recordar que
durante mucho tiempo las clases privilegiadas, las más defendidas por el
Estado, pagaron para librar a sus hijos del servicio militar que los pobres
tenían que cumplir irremediablemente.
Y es verdad que los jóvenes deploran tener que ir a un ejército cuya
principal función es enfrentarse con su propio pueblo. Todo Estado tiene
que demostrar su legitimidad, su desvelo por la gente, para merecer la
adhesión y la lealtad de su pueblo, y es un axioma que si el pueblo no es
patriótico es porque el Estado no le da buen ejemplo.
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